domingo, 16 de octubre de 2011

Circo


Con normalidad la dejaría a una absolutamente desorientada el hecho de despertar con el cuerpo en concordancia con una silla ajena, en la esquina (al parecer derecha, aunque nada es absoluto) de una habitación de paredes desproporcionadas.
Probablemente tenía las manos atadas tras el alto respaldo de la silla. ¿Qué habrá sido de las vendas manchadas de sangre que decoraban suavemente sus muñecas? ¿Y por qué aún conservaba el cigarrillo a medio fumar en la comisura de sus labios? 

El humo encontraría su muerte en arabescos cuando puede percibirse apenas el color de sus pupilas (castañas, pero amarillas si queremos volverla todavía-más hermosa) detrás de sus anormalmente espesas pestañas negras. 
¿Por dónde proseguir?

La forma en que había llegado hasta allí, no importaba. Las condiciones, tampoco.
Ahora había que poder ver con la mirada cansada, el globo ocular con pequeñas rayuelas rojizas que parecieran querer meterse en su campo de visión. Era extraño, pues, las mesas solían ser cuadradas. Rectangulares a lo sumo. Pero ahora, medio de frente, más allá de su nariz respingada, más allá de sus costillas y de las tenues marcas en la pálida delgadez de sus piernas, más allá de sus zapatos pesados, se extendía, desafiante, la circunferencia que pretendía ser mesa bajo una luz directa, en una habitación en la que sólo se distinguía con claridad el plato con inmensas rosas rojas, centrado, y los bordes difusos y sangrantes de aquello que se creía mesa. Extrañas criaturas las mesas.
-Sentite segura de abrir por completo los ojos
Suspiró alguien. Tal vez, la oscuridad.
-Ellos no pueden divisarte
Y sus pupilas amarillas se extendieron al resto de la habitación.
-¿Va a pasar algo?- Resuenan como pueden sus labios carnosos a través del eterno cigarrillo.
Y obtuvo respuesta, si es que puede llamársele así al chillido de una puerta.
Cosas. Cosas que aluden a la repugnancia. Cosas con el cerebro atrofiado por las telenovelas de las cuatro de la tarde, con polleras monocromáticas por debajo de las rodillas, sucias y malolientes, los pies deformes, el pelo canoso, las manos contaminadas con exceso de sal y saliva, la dentadura podrida, los ojos inyectados que proyectan una mirada que quiere ser tierna, aunque sólo logra causar más repulsión en la criatura sublime que las mira incrédula desde la silla en la esquina tal vez derecha de la desproporcionada habitación.
Cosas. Cosas con forma de personas.
Se sientan cada una en una silla (más pequeña que aquella en la que reposaba ella) alrededor de la mesa, riendo y gorjeando escandalosamente, exponiendo su extrema ignorancia sin ningún tipo de pudor. 
¿Cómo pueden?
Era difícil mantener la hilaridad del presente ante tal escena. 
Debió rendirse ante la idea de que todo debía ser producto de la imaginación de alguien (De ella, de otro, de la oscuridad) y todos somos tan sólo ínfimos pensamientos.
Entonces, sin que nadie se inmute, un mono trepa por la pata de la criatura que quiere ser mesa, y se sienta sobre el plato de las rosas. Quedan (las que no perecen bajo el peso del animal) alrededor de sus patas, y cada una de las cosas toma una de las hermosas gemas rojas. 
A las rosas (en especial las rojas) debe tratárselas con mucho cuidado y respeto, ya que son unas de las flores más majestuosas y vengativas de las que se tiene conocimiento.
Cada una con su respectiva rosa de frente en la mesa, con completo desdén comienzan a arrancar cada orgásmico pétalo y, en un inhumano acto del que cualquier dictador genocida se avergonzaría, se lo llevan a la boca, lo mastican y lo tragan y lo celebran al unísono. 
Las arcadas suben por el cuello de ella, mientras se le escapa el odio vuelto lágrimas.
El mono, sentado en la espalda de la criatura que quiere ser mesa, capta sus inmensos ojos amarillos, y llamando la atención de las cosas, la señala vagamente.
El asco es aplacado por el inminente estado de alerta.
Se inicia una especie de disputa entre las cosas, que hablan como si tuvieran comida en la garganta, acerca de quién se pararía, de que había dolor de piernas, de que los huesos no son como antes, de que antes las jovencitas eran decentes y no se sentaban en esquinas tal vez derechas de habitaciones oscuras, los pájaros cantaban, los esposos golpeaban a sus mujeres y en el verano no hacía tanto calor. 
Ella pone todo su empeño, luego de confirmar que su revólver seguía guardado en la funda que rodeaba su pierna, bajo la falda del vestido; en recordar cuántas bañas quedan. 
Una de las cosas emprende camino hacia ella. Y ella, con cinco balas.
La cosa se acerca y desenvuelve las arcadas tras su aliento putrefacto. Trata de desatar el nudo, pero no puede. Sus manos son torpes y sus labios no dejan de producir un sonido que no es de succion pero podría parecérsele, y la mente de ella esta al borde del colapso. NO PUEDE SOPORTAR.
Cuando la cosa, convencida de haber desatado el nudo -aunque en realidad ella tironeó hasta romper aquello que la ataba- la toma de la mano y la lleva hasta la mesa. 
Se sienta, y las cosas ríen y babean y se hurgan la nariz, y el odio de ella es inconmensurable.
Cinco balas pero no quince. Quince cosas y sin contar al mono, y no veía manera de salir de ahí.
Aún quedaban rosas en el plato. Una de las cosas toma una (pecado de todos los dioses tocarla con sus manos manchadas de deshonra), y se la ofrece a ella. Asco ante tal atrocidad, y la rosa le toca apenas la nariz, aroma celestial, y ella se niega rotundamente a separar sus carnosos labios -que perdieron la colilla del cigarrillo en algún indeterminado momento de soledad-.
Cinco balas pero no quince y sin contar al mono, y nadie digno de escuchar una reflexión, y no hay forma de escapar de ahí.
Las cosas siguen gritando y babeando y profanando rosas como si estuvieran exhumeradas de la condena que debería imponerles el mundo. 
La vista de ella se retuerce, las lágrimas la invaden, mientras las cosas tratan de hacerla participar, de hacerla una de ellas, amorfa y asquerosa, casi tanto como las allí presentes.
"Tal vez, gritarían" Piensa ella "Tal vez, hagan con mi cuerpo lo que hacen con las rosas. Tal vez me dejen pudrirme acá, en esta silla"
No importaba, era mejor que volverse una cosa. Era más digno, más placentero. Cinco balas pero no quince, cuando su mente trata de elaborar una reflexión a la altura de las circunstancias, pero sólo maquina, apenas, para guiar a la mano a expresarse a través del metal frío que linda con su sien, y se pierde con el aliviante e ínfimo sufrimiento que prosigue al frenesí de un delgado dedo índice que acciona, con morbosa delicadeza, el gatillo de un revólver.

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