Y estoy ahí, sentada sin motivos en esa silla exhasperantemente común, y entonces ellos saltan del otro extremo de la mesa, por pura inercia; me toman, uno de cada mano; y mis pies están en medio de todos los platos. Ellos los esquivan. Me acuerdo de lo mucho que la odio y saco mi cuchillo de mi pierna con brusquedad, pero el cuchillo se resiste. Me grita y me tajea la mano como protesta, cuando lo obligo a entrar en el aire y hundirse con placentera dificultad en su tráquea.
Resultó ser lento & pasivo, como las primeras veces, en las que uno se toma un segundo eterno por cada detalle; aprecia con ojos excitados cada vaso sanguíneo que revienta, cada gota que se escapa con inusitada perspicacia, cada nota desgarrada que sale como puede de las cuerdas vocales lastimadas; por que las primeras veces nunca son como una se las imagina, aunque las imagine constantemente. Mato cada sonido que se escapaba de su boca y atacaba mis nervios sin consideración.
La escucho, mi puño contra la pared, mi puño contra la puerta, mi puño contra la mesa. Golpeteos incesantes, mis uñas contra la piel. Tengo una quemadura que me recuerda la histeria colectiva provocada por tu ganas de pelear. Me da asco la forma en que la sangre corre por entre los platos y contamina el pálido de mis pies.
Cada vez que toses tengo ganas de lastimarte otra vez.
(No vengas después a mirarme como un perro al que acaban de golpear)
Que paz es arrodillarme frente a vos y reírme de tu mueca descolocada, de tu mandíbula desfiguradamente abierta y de tus ojos blancos, mientras reprimo el impulso del asco.
Me da asco tanto azúcar y chocolate sobre la mesa.
Uno más, uno más, uno más por el simple hecho de que hay muchos. "Dos para cada uno" me susurra, y su panza sobresale de su camisa, recuerdo el asco.
Su pantalón no se puede abrochar y tiene olor a frito entre los dientes; y recuerdo el asco.
"Te autoproclamás princesa" Me dice.
(Hipócrita)
Y mi grito le rompe los tímpanos. Con sangre en las orejas me toma las caderas y me acerca a él como si fuera el dueño de todo. No digo nada porque no sé hablar, acabo de coserme los labios.
El Idiota me hace arrodillarme frente a él, y el Sombrerero se posa en la escalera, tres metros separada de mi espalda, sosteniendo la expresión de resignación con un pequeño palillo de madera, frente a su rostro.
Cuando el idiota se desabrocha el pantalón e ignora descaradamente mi repugnancia, no me aparto por que, él no lo vio, pero yo nunca solté mi cuchillo. Contaminado por todas las comidas que había cortado, espera pacientemente a que el Idiota reaccione de alguna manera, y cuando hace ademán de acercarme aún más a él, entierro con crudeza el filo en su entrepierna. Corto las costuras de mi boca, sólo para que mi carcajada obtenga la libertad que tanto exige. Moví un poco más el cuchillo, acá y allá, por que la escena es lo único que puedo condimentar, y entonces, satisfecha supongo, como si acabara de comer, no lo sé, lo dejo que caiga con brusquedad en el suelo frío.
(Una princesa habría caído liviana como una pluma; la carne no está, los huesos no pesan)
El Sombrerero sonríe tras su careta de madera. Tenía unos espléndidos ojos azules.
Me acuerdo del ruido que producían
sus labios y
ME LLENO DE ODIO.
Son inconmensurables mis ansias de tortura.
El sombrerero acerca su boca a la mía con un indescriptible descaro. No digo nada porque no quiero hablar.
Su lengua es placentera pero áspera; áspera pero placentera. No tiene sabor porque no lo necesita.
Sus manos son liberadoras; tan liberadoras como el brillo de una hoja de afeitar recién comprada. Más liberadoras que la purgación. Más liberadoras que el self-injury.
(Sus manos son una condena como todas las anteriores condenas juntas)
Caemos con una coordinación inesperada, y todos los platos se apartan por propia voluntad. Saben que no vamos a tocarlos.
En la blanca piel del Sombrerero sobresalen sus costillas. En la blanca piel del Sombrerero sobresale su cadera.
Termina todo con ésa sonrisa aliviante, y, con su último beso, pega un gran parche de cinta de papel sobre mi boca.
[Control]
Hay carne de cerdo, masas finas, jamón y pastas; y el olor de todo junto me da náuceas, y el Sombrerero le pide prestada la cara a la decepción y me contempla sentado, con la espalda erguida y quieto, desde la escalera. Quieto mientras aún siento el sabor del chocolate en mis muelas.
-¿Dónde está tu Reina?- Me habla y es la primera vez en mi vida que escucho su voz.
Me saco el parche para contestar pero los labios me sangran.
Mis ojos expresan incomprensión, y la Reina se sienta junto a un cadáver que se desangra por la entrepierna y aún se convulsiona. Se sienta en el charco de sangre como si nada.
-¿Te gustan los cigarrillos mentolados?- Me dice
-¿Que?- Contesto, extrañada de mi voz ahogada.
-La Reina sólo fuma mentolados- Me dice el Sombrerero
-Yo no...- Digo, y la Reina me interrumpe.
-Tienen que gustarte los cigarrillos, calman la ansiedad. Y los cigarrillos favoritos de la mayoría de las chicas que fuman, son los mentolados.
-Cigarrillos...-Digo
-Probá- Me dicen.
La Reina está detrás de mi espalda porque estoy sentada en la mesa, y tomo lo que me ofrece sin mirar.
Con el humo del cigarrillo se fue el sabor del chocolate. El ardor de la lengua del Sombrerero y el sabor del chocolate, y aunque el cigarrillo era repugnante, lo volví a probar.
-¿Ves?- Me dicen. Y cuándo recuerdo (extraño) el sabor dulce mis labios se quiebran, y vuelven a llorar su lamento color escarlata.
-¿Que pasa?- Digo y apenas se entiende. No puedo mover la boca por el dolor.
-Self-Injury- Me susurra, en el oído, el Sombrerero, con su rugido bajo & enloquecedor.
-Aquí no se recuerda el dulce- Me dice la reina cuando pasa a mi lado y no la veo.
-¿Dónde esta tu Reina?- Me repiten agresivamente ámbos, y ámbos golpean; el Sombrerero, la mesa y la Reina, la pared; y TODO se vuelve blanco, aunque nosotros aún tenemos color.
La Reina parecía una lolita cuando la ví. El cabello ondulado cayéndole a ámbos lados de los pómulos marcados y terminando más abajo de su pecho casi plano. Un gran moño en la cabeza y otro gran moño ajustando demasiado la cintura de su flamante vestido rojo.
En el torso, su vestido era tan ajustado, y ella era tan poca ella que yo sentía que podría encerrar toda su cintura sólo con una de mis manos.
-¿No es hermosa?- Me susurra el Sombrerero en su tono de voz quebrado -La sostengo todos los días en mis brazos. Desato cada moño de su pomposo vestido y es como si pudiera sostener toda su cintura con una de mis manos.
La Reina abre sus ojos, de un color café lavado, bajo los cuáles descansan las ojeras que resaltan de inmediato en el resto de su piel tan blanca, casi amarilla; enfermizamente hermosa, hermosamente enfermiza; y mira al Sombrerero con una expresión de dulce súplica.
Toma mi rostro entre sus pequeñas manos y, muy cerca, me dice:
¿Por qué lo hiciste?
Y mis lágrimas fluyen impulsadas por mi repentino asalto de desesperación.
El Sombrerero me abraza por la espalda y me repite:
¿Por qué lo hiciste?
Y trato de librarme, pero no puedo, me sigue sosteniendo en su abrazo desolador.
-¿Por qué, princesita, por qué?- Me repiten ámbos una y otra vez -¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?- Y no puedo fingir nada porque sé que fuí yo, y la culpa me ata nudos en las venas y me ahoga despacio, alarga con cruel intención mi agonía, durante años, meses, días. Durante los segundos en los que me aprisionan en su abrazo áspero.
(¿Por qué?)
Los gritos me rasgan el paladar. Salen con la estética de una frágil súplica por el perdón, mientras las cristalinas gotas saladas siguen quemándome la cara, la verdadera cara, la que oculto tras una base de color natural y un buzo tres talles más grande.
Ése dolor otra vez, ése dolor que es cómplice de la culpa. Me intoxica los órganos internos, se abre paso entre mi piel.
-Duele- Repito sin sentido.
-Claro que duele- Me dicen -Te dijimos que iba a doler, te dijimos que no lo hicieras-
-¡¿Cómo se declara?!- Me dice el Conejo, con su voz desencajada y chirriante y un pergamino entre sus pequeñas patas.
Todo se apaga y una repentina única luz ilumina mi falso rostro. Todos se fijan en mi falso rostro y nadie vé mis intentos desesperados de soltarme del martirio de ese abrazo.
-¡¿Cómo se declara?!- Me dicen.
Y la luz fue iluminando la escalera, escalón por escalón, princesa por princesa, una princesa en cada escalón. La Reina se endereza y las mira con orgullo. Con una batuta dirige las sílabas de la frase que todas entonan a coro.
Nunca agaches la cabeza o tu corona se caerá.
-¡¿Como se declara?!- Grita el conejo, reclamando atención.
Ahora recuerdo el momento.
El beso del Sombrerero. La caída sobre la mesa. Sus manos. Sus costillas. Su cadera. El sabor tan exageradamente dulce correr en mi lengua. El azúcar. Las calorías. El parche del Sombrerero. Su cara de decepción.
Abrí los ojos, sorprendida de mí misma, avergonzada de mí misma.
-¿Cuál es la condena?- Pregunta la Reina.
-¿Cuál es la condena?- Corean las princesas.
El sombrerero respira en mi mejilla.
-Con los años que lleva autoproclamándose princesa- Dice el Conejo -Se merece la horca.
Los ojos de todos están sobre mí.
-¿Como se declara?- Dice con su voz chillona el Conejo.
-¿Como se declara?- Susurra seductoramente el Sombrerero.
-¿Como se declara?- Dicen las víctimas de mi odio, desde el suelo.
-¿Como se declara?- Dice con seriedad la Reina.
-¿Como se declara?- Canturrean las princesas.
El viento que se entrometía desde la puerta me alborota el cabello reseco, y mientras la horca cae despacio desde el techo, colgando a mi derecha; ahogada entre mis lágrimas y consumida por la culpa... Confieso:
Culpable.